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Tanta tierra, tan pocos rusos

Históricamente, la expansión territorial siempre ha superado la capacidad de Rusia para colonizar nuevas regiones. A finales del siglo XVIII, Catalina la Grande invitó a decenas de miles de colonos de Europa a los territorios recién conquistados que llamó Nueva Rusia. En la actualidad, esas tierras forman el cinturón meridional de Ucrania y partes de Rusia.

Pero el reto de gobernar espacios enormes, especialmente aquellos escasamente poblados por diversos pueblos, sigue vigente. En la Federación Rusa viven más de 185 pueblos con distintas identidades étnicas y nacionales. De forma similar a lo que ocurre hoy en el Lejano Oriente, Moscú ha sido durante mucho tiempo incapaz de asimilarlos por completo y no ha querido abordar sus agravios históricos.

La Rusia de Vladimir V. Putin no es diferente. Por ejemplo, ha vuelto a utilizar un mito soviético -la «amistad de los pueblos»- para esconder las tensiones étnicas y religiosas existentes bajo la alfombra con eslóganes eufemísticos, incluso cuando los sociólogos rusos controlan regularmente el nivel de tensiones étnicas reales. La calificación común que dan, lo suficientemente vaga como para ser leída como optimista, es «tensión estable».

Pero la tensión es difícil de mantener estable. Cuanto más crecen las quejas económicas y políticas, más fuertes se vuelven los movimientos por la autonomía. El 1 de mayo, miles de manifestantes en Novosibirsk, la capital de Siberia Occidental, marcharon con el lema «Esto no es Moscú». En las repúblicas musulmanas del Cáucaso Norte, el tenue control de Moscú se limita en gran medida a dirigir a las fuerzas de seguridad para evitar nuevos actos de terrorismo. En el centro de la Rusia europea, el Kremlin lleva años intentando reforzar su dominio sobre las repúblicas musulmanas de Tatarstán y Bashkortostán, en gran parte autónomas, pero las élites locales se han resistido.